Verano. Día caluroso.
Estás sediento a más no poder después de un largo paseo.
Abres la botella de agua fría, das el primer trago y sientes cómo el frescor recorre tu cuerpo, saciando tu sed.
Pero, ¿qué sucede cuando tomas otro sorbo, y luego otro, y otro más?
La sensación de alivio inicial se desvanece gradualmente, y a medida que sigues bebiendo, el placer disminuye.
Un conocido restaurante (que no diré cuál es, por no hacerle publicidad) decidió introducir un plato extravagante en su menú: un exclusivo helado de trufas negras.
Parece ser que los que tuvieron la oportunidad de probarlo quedaron fascinados por la intensidad de los sabores y la complejidad de la elaboración.
Sin embargo, a medida que el plato se volvió popular y más accesible, algo sorprendente sucedió.
La emoción inicial disminuyó.
Los comensales que lo habían probado varias veces comenzaron a sentir que la experiencia había perdido su atractivo inicial y que la trufa negra ya no era tan especial como al principio.
Y es que a medida que aumentamos el consumo de un bien o servicio, la
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